Reconocer las diversas formas de maternar es esencial para comprender a una población vulnerable y frecuentemente incomprendida. La sociedad idealiza la maternidad como un sinónimo de felicidad, ignorando las presiones, los miedos y los desafíos que enfrenta quien asume este rol.
La maternidad, desde una perspectiva social y psicológica, es un fenómeno complejo cargado de idealizaciones, expectativas y una serie de significados impuestos culturalmente. Tradicionalmente, la sociedad ha concebido la maternidad como una etapa de realización personal y felicidad plena. Sin embargo, esta visión sesgada invisibiliza las múltiples formas de maternar y los desafíos emocionales y psicológicos que implica, convirtiendo a las madres en una población vulnerable y, a menudo, poco comprendida en sus miedos y tensiones.
La sociedad espera que la mujer desempeñe el rol materno de manera impecable, con un sacrificio constante que suele dejar en segundo plano su bienestar emocional. Como señala Badinter (2012), la construcción cultural de la “buena madre” está ligada a conceptos de perfección, abnegación y entrega total. No obstante, estos ideales generan una presión insostenible: “Se impone una imagen inalcanzable y mitificada de la maternidad que afecta directamente la salud mental de muchas mujeres” (Badinter, 2012, p. 25).
Esta presión social se intensifica cuando las madres no cumplen con los modelos impuestos. Se critica a quienes no son “madres naturales”, aquellas que no sienten un instinto maternal inmediato, o que manifiestan angustia, cansancio o dudas. A su vez, se estigmatiza a quienes maternan de forma distinta: madres trabajadoras, solteras, adoptivas, parejas homoparentales o mujeres que deciden no ejercer este rol bajo parámetros tradicionales.
Estar embarazada no siempre es sinónimo de felicidad. Aunque es una etapa celebrada socialmente, muchas mujeres experimentan miedo, incertidumbre y sentimientos ambivalentes. Según una investigación de Figueiredo y Costa (2009), “alrededor del 20% de las mujeres embarazadas reportan síntomas significativos de ansiedad y depresión perinatal” (DOI: 10.1016/j.ijpsycho.2008.10.008). Estas cifras son alarmantes, pues reflejan una realidad oculta por el estigma: reconocer que el embarazo no siempre es deseado, idealizado o vivido con plenitud resulta socialmente inaceptable.
Es crucial entender que la maternidad implica una reestructuración de la identidad femenina. Para muchas mujeres, este cambio supone la pérdida temporal de otras áreas de su vida, lo cual puede generar conflictos internos. Como lo expresa Winnicott (1956), la madre atraviesa un período de “preocupación maternal primaria”, en el cual sus necesidades personales pasan a un segundo plano. Sin embargo, esta entrega no siempre es armónica ni libre de sufrimiento, especialmente cuando no se recibe el apoyo adecuado.
La vulnerabilidad materna está ligada, en gran parte, a la falta de redes de apoyo y al desconocimiento de las diversas realidades en torno a la maternidad. Para algunas madres, el proceso está marcado por la soledad y la presión de ajustarse a un rol preestablecido. La incomprensión de sus miedos —como el temor a fallar, no ser suficiente o no establecer un vínculo adecuado con sus hijos— agrava los riesgos de desarrollar problemas emocionales y psicológicos como la depresión posparto.
De acuerdo con Beck (2006), la depresión posparto afecta entre un 10% y un 15% de las mujeres en el mundo, una cifra que puede ser aún mayor en contextos donde los recursos de salud mental son limitados (DOI: 10.1111/j.1365-2648.2006.04193.x). A pesar de su prevalencia, este padecimiento continúa siendo subestimado e invisibilizado, pues no encaja con la narrativa social de la maternidad idílica.
La maternidad no es una experiencia universal homogénea. Cada mujer vive su proceso desde su contexto socioeconómico, emocional y cultural. Es fundamental, entonces, validar las diferentes formas de maternar y despojar a este rol de los ideales inalcanzables que perpetúan la presión y la culpa.
Desde la psicología, se debe promover una visión más empática y realista de la maternidad, entendiendo que no existe una única manera de ser madre. La intervención profesional puede ofrecer herramientas para que las madres reconozcan sus emociones, miedos y limitaciones, permitiéndoles transitar este proceso con mayor seguridad y bienestar.
Reconocer la diversidad en las formas de maternar es un paso fundamental para derribar estigmas y apoyar a una población vulnerable y poco comprendida. La sociedad debe abandonar la visión idealizada de la maternidad como sinónimo exclusivo de felicidad y perfección, y abrir espacios de diálogo en los que las madres puedan expresar sus emociones sin temor al juicio. Solo así se podrá ofrecer un acompañamiento efectivo que promueva la salud mental y emocional de quienes asumen este desafiante rol.
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