Crónicas de un cuerpo perfecto

Autor: Luciana Polito , 11/10/2024 (21 vista)
Sobrepeso, Psicología del adolescente, Pensamientos obsesivos
Crónicas de un cuerpo perfecto

Es mi primera novela editada en el 2014. La pueden adquirir desde el enlace de mi cuenta de IG: @lic.lucianapolito

Es una novela en donde la protagonista, Lucía, es una adolescente de 13 años que comienza a escribir su diario íntimo y va relatando sus vivencias personales entrelazándolas con  los trastornos alimentarios (en este caso bulimia y anorexia). Se siente presa de un cuerpo que no le pertenece y desde ahí se puede observar cómo se desarrollan los TCA en esa edad, con signos y síntomas característicos de la edad, con una madre que inconscientemente ha padecido síntomas parecidos pero nos niega.

Un pequeño fragmento: 

"Despierto en la madrugada con un hambre voraz, incontrolable. Bajo la escalera, me siento en el  piso y abro la alacena. No sé por dónde empezar a tragar. Abro un paquete de galletitas, abro otro,  luego recurro a las madalenas rellenas de dulce de leche. No alcanza. Sigo con la heladera, un  paquete de fiambre, el tarro de mermelada, el pote de queso untable que encima es light, ya no  importa, algunas mandarinas, una milanesa del día anterior. Todo lo devoro sin ser consciente de  ello. Cuando termino y caigo en la cuenta de las calorías que acabo de ingerir me quiero matar. Me  viene una sensación de culpa que es inexplicable, quiero volver el tiempo atrás y no sé cómo.  Tambaleando voy hasta el baño, me arrodillo frente al inodoro y me meto los dedos hasta el fondo  de la garganta. Una sensación de asco y náuseas se mezclan, rápidamente viene el vómito y atrás  otro y otro. Mi estómago se va vaciando hasta que ya no queda nada. Me siento feliz de lo que estoy  haciendo. Me invade un miedo a no saber lo que va a pasar, estoy mareada, vomito sangre y estoy  sudorosa.  

Ese miedo se esfuma cuando me doy cuenta de que pude volver el tiempo atrás… y ahí  despierto".

Esta es la historia de Lucía, mi historia. No sé por dónde empezar, pero creo que lo haré por  el principio.  

La idea de escribir un libro me aterraba, ya que era algo que no estaba en mis planes. Un día, y con casi 21 años, vino Pilar y me dijo que una amiga de ella se estaba haciendo la carta astral con  un amigo y que era muy bueno. En ese momento no dudé un minuto y llamé para que me diera un  turno. Sin pensarlo, porque sabía que al ser un poco influenciable y que no estaba pasando por mi  mejor momento. Seguí mi instinto y saqué ese turno. 

Cuatro días después, me dirigí hacia el barrio de Once y llegué a su consultorio. ¿Iba a  cambiar mi vida, ese día? 

Pablo me abrió la puerta, en ese momento no me imaginaba que se convertiría, en pocos  minutos, en mi guía espiritual.  

El consultorio estaba en su casa, parecía un templo, todo bañado de color blanco, reluciente,  con lo justo y necesario para no sobrecargar el ambiente. Entré, atravesé un living diminuto hasta que  llegué al escritorio. Sin cuadros ni bibliotecas, todo parecía estar en armonía. Solamente una cortina  adornaba el pequeño espacio. Me senté en el único sillón que tiene para recibir a sus clientes y  empiezo la sesión. No era la primera vez que consultaba para saber cosas de mi vida: ya lo había  hecho en otras ocasiones. Cada uno, a su manera y con sus ritos —usando cartas, paños de tarot,  velas de colores, ángeles enormes que daban miedo y un montón de otros elementos que a veces  producían escalofríos—. Acertaban ciertos aspectos de mi vida y personalidad; pero creaban falsas  expectativas, me hacían ilusionar para luego no ver ningún resultado. En cambio, con Pablo fue  diferente. No me hizo una carta astral futurológica, sino que optó por guiarme desde el lugar que  estaba transitando mi vida en ese momento, para que yo misma me fuera encaminando, sin depender  de otros elementos.  

Empezamos hablando de mi lugar desde la astrología, la posición de los astros, planetas y un  montón de otras cosas que poco entendí. Al principio me sentía medio incómoda, pero con el correr de los minutos, él se encargó de revertir esa sensación. Como pudo, y utilizando palabras comunes,  me fue explicando lo que significaba cada cosa. Puse cara de “entiendo todo”, y listo. Empezó a decirme cosas de mi vida que ni yo sabía, o que sabía y no quería reconocer, entre  ellas, mencionó la relación con mi mamá. Una combinación que en su momento trajo aparejados  muchos problemas. Siempre nos relacionábamos de manera simbiótica, y a la vez competitiva. Ella  trataba de enseñarme y aconsejarme, desde lo que creía que era lo mejor y la verdad. En cambio, yo buscaba mi propia experiencia y prefería darme la cabeza contra la pared. A pesar de que traté de ser  lo más independiente posible, no lo logré. Siempre me veía influenciada por mi mamá y es a ella a la  que le debo varios de mis males.  

También mencionó e hizo bastante hincapié en eso que tenía que explotar mi potencial  creativo y sacar lo mejor de mí. Yo no sé si se había fumado algo raro —porque en ese caso debería  haberme convidado— o si estaba mal de la cabeza. Yo no me sentía con ningún potencial para nada,  excepto para arruinar todas las situaciones. De escribir ni hablar. 

—Lucía, vos tensé un potencial muy bueno para lo creativo. La carta lo dice perfectamente.  El problema es que el miedo a sacarlo y ponerlo en práctica es más fuerte. Vos lo que no querés es  sentirte rechazada por tu familia y menos por la sociedad. Es el miedo al fracaso el que no te deja  expresarte en tu totalidad. Deberíamos charlar un poco más acerca de esto.  

—Pablo, yo nunca hice nada, no sé de lo que me estás hablando. Las manualidades, por  ejemplo, no son lo mío. Qué sé yo… decime algo más específico porque la verdad es que no te  entiendo. 

—No me refiero a las manualidades solamente, sino a lo creativo en general. Pintar, dibujar,  escribir... ¿nunca escribiste? 

—No, la verdad que no. 

—Pensá Lucía, aunque sea lo más pequeño, ¿alguna carta o dedicatoria que hayas hecho?... ¿Algo para el colegio? Me dijiste que hiciste la orientación en Comunicación y Educación, ahí, algo  tenés que haber escrito.

—Es verdad, pero eran cosas para el colegio. Nada que me saliera por cuenta propia. Siempre  obligada. 

— ¿Nunca le escribiste a tus amigas? ¿Ni una mísera carta para el día del amigo? —Te lo juro, Pablo, jamás escribí nada. Quizás algunas líneas a las chicas… pero cuando nos  íbamos todas de vacaciones sabiendo que por un mes no nos veríamos. 

—Bueno, eso es un paso. Podrías empezar a escribir algo de tu vida, o de cualquier otra  cosa… no sé… algo de ficción. Vos tenés mucha imaginación que estaría bueno que volcaras en  algún lado.  

— ¿Vos me lo estás diciendo en serio? 

—Sí, claro.

En ese momento pensé que le faltaban algunos jugadores y me estaba tomando el pelo; pero  cuando salí de su consultorio reflexioné sobre todo lo que me había dicho. Para el resto de la  devolución de la carta, faltaba una semana —porque siempre lo hacía en dos partes— y eso me dio  tiempo para buscar en mi inconsciente vetas creativas que ni yo creía que tenía.  

Luego de dos horas de entrevista y de la primera devolución, salí de su pequeño búnker  pensativa, sin saber por dónde empezar a explotar “ese potencial” del que tanto él me hablaba.  Cuando llegué a casa, llamé a Pilar y se lo conté. Ella fue la primera en saberlo. Y dio la casualidad de que Pablo no estaba loco. ¡Tenía razón! De repente, y hablando con  ella, me vinieron a la mente imágenes de cuando era chica. Me encantaba escribirles cartas a mis  amigas estando de vacaciones. 

Cartas interminables en las que nos contábamos todo, con lujo de detalles, sin olvidarnos de  nada. Esto me hacía sentirlas más cerca de mí. 

Cuando tenía entre doce y trece años, no existía el correo electrónico así que en mis  vacaciones me dedicaba a escribir, nos carteábamos entre todas, cada una desde el lugar en donde  estaba. Definitivamente, me conectaba con la escritura.

Todo esto lo tenía reprimido hasta que Pablo, que ya se había convertido en mi gurú  espiritual, me lo hizo reflotar. Él tenía razón. En ese momento, mi vida no estaba pasando por la  mejor etapa, pero a fuerza de mucha voluntad, trataba de ponerle onda.  

Me iba a poner a escribir. El problema era sobre qué. Mi vida no tenía hechos tan  trascendentales como para dedicarle un libro. De hecho, creo que con cuatro páginas terminaba todo  mi relato. Así que esa semana me puse en campaña para buscar mi tema. El tema de mi libro. Mi  primer libro.  

En la primera entrevista me había dicho que debería explotar mi potencial creativo, en la  segunda lo reafirmó. Si me quedaba alguna duda de que se hubiese equivocado, la había aniquilado.  Así que me decidí a arrancar. Tenía que salir de ese pozo en el que estaba sumergida y dedicarle más  tiempo a mi vida, a mis cosas y no ocuparme tanto en los demás. Esa semana que tuve para pensar,  busqué el tema de mi libro. Tenía que ser algo que se relacionara conmigo, con mi vida, mis cosas,  experiencias. En ese momento en lo único que pensé fue en los trastornos alimentarios, porque había  pasado por eso, aunque me producía cierto pudor escribir cosas de mi vida tan privadas. Era tocar  muy de cerca mis experiencias vividas, sacar a relucir los hechos que tanto me habían atormentado durante años, que marcaron mi vida y la de toda mi familia.  

Cuando se lo conté a mis amigas, se quedaron petrificadas. Jamás se hubieran imaginado que  iba a escribir acerca de lo que había vivido. 

De a poco fui dándole forma a ese pequeño proyecto llamado “libro”, mi primer proyecto  personal o, mejor dicho, mi segundo, al cual estaba dispuesta a dedicarle todo el tiempo que fuera necesario. Lo primero que busqué fue el nombre. Ya sé que eso es lo último que se hace, pero no  quise ser convencional y aburrida —si mi corrector literario estuviese leyendo esto, seguramente se  enojaría, aunque sabe que no lo hice con mala intención—. Y fue lo primero que encontré sin ningún  problema ni traba. Mi primer libro se iba a llamar “

Lucía

”. Para mí no era un nombre cualquiera,  tenía dos significados muy importantes que marcaron mi vida: por un lado, es mi nombre, y por el otro, es el tiempo verbal pretérito imperfecto de “lucir”, con todo lo que eso implica a la hora de  hablar del cuerpo y la comida, y la relación entre ambos. Pues entonces, “Lucía” sería. Nunca me imaginé que mi pasado podría llegar a ser escrito para que otras personas lo  leyeran. Eso me impulsó, porque en el trayecto de mi infancia y adolescencia me crucé con muchas  chicas que habían pasado por lo mismo, así que de alguna manera sentía que las estaba ayudando.  Empecé por volcar todo en un cuaderno, lo que me había pasado en mi vida de manera  cronológica para no olvidarme de nada. Por supuesto que no iba a escribir todo, había cosas que  estaban olvidadas, creo que retuve lo más importante. Tenía que ponerme a diagramarlo y estaba  decidida a contarles casi todo. Seguramente habría una parte de la familia que se iba a enterar por  este medio de los sucesos y sentimientos que yo tenía en ese momento. Ellos conocían los hechos  que iban sucediendo de forma ordenada, pero no lo que me pasaba por la cabeza. Es más, hasta me  animo a pensar que ni se podían llegar a imaginar lo que mi cabeza maquinaba en esa etapa. Nunca pensé que mi vida podía llegar a ser tan tormentosa. Creía que se parecería más a un  cuento de hadas y no a una película de terror. 

Soy una chica normal, criada en una familia con todas las cosas que se pueden tener y unos  padres cultos y educados, con valores bien presentes. Me crie en un barrio en donde la gente se  saluda por la calle, donde conocés a tus vecinos, donde armás grupos de amigos y hasta llegás a salir  con uno de ellos, y te ilusionás con que puede llegar a ser el amor de tu vida. Más tarde, te das cuenta  de que fue siempre el mejor amigo, que se quedó sentado mirándote mientras vos proyectabas en la  pareja; mientras él, muy tranquilo, te veía armar un plan que nunca concretaría. Con el correr del  tiempo, a esos amigos con los que compartiste momentos inolvidables —desde el primer baile en el  boliche hasta el trago de alcohol—, los empezás a ver cada vez menos y una sensación rara invade tu  vida. Los amigos del barrio marcaron ciertos momentos en mi vida. Con ellos compartí las primeras  cosas importantes y hasta confidencias que ni a mis padres les conté, como la primera vez, el primer  beso o las rateadas del colegio. El barrio era muy lindo, Flores era el elegido por mis padres, más por  mi mamá que por mi papá, ya que ella era la que direccionaba el rumbo de la familia. Una semana después volví para que Pablo me hiciera la segunda devolución de la carta en  donde le conté que ya había elegido el nombre de mi primera novela y la verdad que su cara me  sorprendió. Estaba contento y eso me llamó la atención. 

Él insistía con eso de la creatividad, la imaginación y todas esas cuestiones que a mí todavía  me parecían raras. Me preguntó si había trabajado todos los temas que se habían tocado en la sesión  anterior y le conté lo del libro. Luego le dije sobre el cuaderno en el que estaba empezando a escribir  de forma cronológica los hechos sucedidos en mi vida, tratando de no olvidarme de nada. Creo que  cuando hice memoria de todo lo que quería plasmar, no merecía la pena dejar hechos afuera de este  proyecto.  

La segunda sesión duró más tiempo que la primera, porque además de ratificar lo de la  creatividad, hablamos de la relación que yo mantenía con mi mamá. No por nada padecía un  trastorno alimentario y creo que ella tenía mucho que ver en esto.  

Pablo no paraba de hacerme relaciones familiares que concluían en mi comportamiento hacia  la comida. Afirmaba que tenía fuertes descargas emocionales con la comida, del tipo “atracón”, pero  yo me hacía la desentendida y no me quería hacer cargo, por supuesto. 

A mi papá lo ubicaba en un lugar más sano, ausente, sin meterse en la vida de nadie. Creo que  me hubiese gustado tener un padre más participativo, pero eso no pudo ser. Si bien él iba a las  reuniones de padres y cada tanto opinaba sobre algunos aspectos de mi vida, lo hacía desde un lugar  diferente al de mi vieja. Ella siempre tan metida en todo, sin querer perderse nada y dando su opinión  como si fuese lo más importante. 

Pablo me mandó, además de las dos sesiones de devolución de la carta, algunos textos por  correo electrónico para ir reflexionando un poco más acerca de lo que habíamos hablado. Dijo que  era un modo de “hacer catarsis” sobre lo conversado. Eran bastante interesantes, por lo que me puse  las pilas con el tema de escribir, además ya no iba a dejar pasar el momento de inspiración. 

Al ser una escritora principiante, no sabía por dónde empezar, así que busqué algún taller  literario que pudiese darme las pautas para comenzar de una vez por todas. Encontré uno muy bueno, que solo duraba un mes y me aportaba las herramientas necesarias para emprender este proyecto tan  deseado. Llamé y me anoté en ese momento, total para pagar había tiempo. El profesor me daba la posibilidad de abonar la cuota de ese mes en la primera clase, lo cual  me facilitaba todo aún más. Se cursaba dos horas dos veces por semana.  

Llegué a la primera clase, muy emocionada y dispuesta a aprender todo lo que sea necesario  para ponerme a escribir. Nos presentamos y cada uno dio la razón de por qué estaba ahí. Llegó mi  turno y expliqué los motivos de mi presencia. Todos estábamos ahí por la misma razón: la escritura.  Jamás imaginé que escribir me iba a fascinar. 

El profe nos dio la primera tarea y yo estaba más emocionada que nunca. Teníamos que hacer  un cuento corto, con principio, nudo y desenlace y a mí lo único que se me ocurría era escribir sobre  mi libro y ese tema; sobre ninguno otro más. Así que comencé a pensar y surgió un pequeño cuento  relacionado con los trastornos alimentarios y por supuesto, la protagonista tenía el mismo nombre  que yo: Lucía. 

Algo raro me pasaba cuando escribía y lo comenté en el taller para compartirlo con el resto.  Resulta que solo podía concentrarme en mi tema y no podía escribir sobre otra cosa. Mientras el  resto redactaba cuentos de temas variados, yo solo me concentraba en lo mismo: en Lucía. Expuse  mi cuento y todos se quedaron helados; las palabras eran fuertes y los hechos que le ocurrían a la  protagonista también.  

Pablo se lleva los laureles y el profe mis gracias eternas, por el apoyo y la paciencia. Después de que el curso terminó, continué tomando las clases del taller literario. Lo adopté como grupo de  autoayuda en donde todos los martes nos juntábamos para exponer cada uno su cuento y el profe nos  corregía. Yo siempre llevaba lo que había escrito acerca de mi libro y todos lo comentaban. Estaba  feliz de mi nuevo proyecto; y todo esto se lo debía a Pablo, quien fue la primera persona que confió  en mí y me encaminó en esto. 

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